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El caso Adriana Smith y los dilemas bioéticos de la gestación post mórtem

El caso Adriana Smith

29 de mayo de 2025
Autor: Juan Manuel Palomares Cantero
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El caso de Adriana Smith ha despertado un debate ético de gran relevancia al confrontar la opinión pública con una situación límite: una mujer afroamericana de 30 años, enfermera de profesión y madre de un niño de siete años, fue diagnosticada con muerte cerebral el 19 de febrero de 2025, en el Hospital Universitario Emory Midtown, ubicado en Atlanta, Georgia. Adriana cursaba la novena semana de su segundo embarazo cuando presentó un dolor de cabeza severo. Acudió al hospital, pero fue dada de alta sin que se le realizaran estudios de imagen diagnóstica. Horas más tarde, su estado de salud se deterioró rápidamente, y fue reingresada con coágulos en el cerebro que derivaron en su diagnóstico de muerte encefálica. Desde entonces, ha sido mantenida con soporte vital por más de noventa días con el fin de permitir que el feto alcance la viabilidad extrauterina.

Durante el seguimiento clínico, los médicos detectaron la presencia de líquido excesivo alrededor del cerebro del feto, una posible señal de hidrocefalia, que podría comprometer su desarrollo neurológico. La familia, además de enfrentar el dolor por la situación de Adriana, ha expresado su angustia ante el pronóstico incierto del bebé, que podría nacer con alguna discapacidad, o incluso no sobrevivir una vez nacido. Estas preocupaciones, unidas al esfuerzo emocional y económico de mantener el tratamiento prolongado, han complejizado aún más el conflicto ético y humano que rodea este caso.

El contexto legal del estado de Georgia, particularmente la Ley LIFE de 2019, condicionó la decisión clínica de preservar el embarazo. Esta legislación prohíbe el aborto una vez que se detecta actividad cardíaca fetal (alrededor de la sexta semana de gestación), y otorga al feto personalidad jurídica como miembro de la especie humana. Aunque la ley contempla excepciones para preservar la vida o salud de la madre, no prevé de forma explícita el caso de mujeres en estado de muerte cerebral. El hospital, en cumplimiento con lo que interpretó como obligaciones legales, decidió mantener a Adriana Smith con soporte somático, con la esperanza de prolongar la gestación hasta la semana 32. Esta situación ha generado tensión entre el marco legal, los deseos de la familia, y el dilema ético subyacente: ¿debe preservarse la vida del nasciturus a través de un cuerpo materno ya sin actividad cerebral?

 

La muerte cerebral y la identidad personal

La muerte cerebral se define como la pérdida total e irreversible de la función encefálica, lo cual implica la cesación definitiva de toda actividad en el cerebro, incluido el tronco cerebral. Desde los marcos médico y legal actuales, este criterio equivale a la muerte del individuo. Sin embargo, gracias al soporte vital artificial, pueden mantenerse activas ciertas funciones somáticas como la circulación, la oxigenación y los procesos endocrinos, lo cual permite que el cuerpo continúe fisiológicamente operativo durante un tiempo determinado.

Esta condición plantea una pregunta ética y antropológica de fondo: ¿qué significado conserva el cuerpo humano cuando la persona ha muerto? Desde la bioética, fundada en el principio de corporeidad, se afirma que el cuerpo humano no es una envoltura externa ni una herramienta funcional, sino parte esencial e inseparable de la persona. El cuerpo es el modo concreto de ser en el mundo: es presencia, lenguaje y vínculo. Por tanto, incluso en ausencia de actividad cerebral, el cuerpo conserva una dimensión relacional y simbólica que reclama respeto.

En este contexto, el cuerpo de Adriana Smith, diagnosticada con muerte cerebral, permanece como espacio de acogida para una vida en gestación, la de su hijo Chance. Lejos de ser instrumentalizado, su cuerpo expresa una última forma de maternidad: silenciosa, pero activa, profundamente humana. Desde esta perspectiva, mantener su corporeidad con soporte vital no constituye una forma de utilización o degradación, sino una extensión del deber moral de proteger la vida de los más vulnerables.

 

La dignidad del nasciturus y el valor intrínseco de la vida humana

Chance, el hijo de Adriana Smith, es un ser humano en etapa prenatal que posee, desde su concepción, una dignidad que no depende de su desarrollo, funcionalidad ni de la percepción social sobre su valor. La bioética sostiene que toda persona es un fin en sí misma, y que su valor es intrínseco, especialmente en contextos de extrema vulnerabilidad como el suyo.

El principio del respeto a la vida física exige proteger toda existencia humana desde la concepción hasta la muerte natural, sin excepciones. Chance no es una vida en potencia, sino una persona en desarrollo, portadora de derechos fundamentales. Condicionar su valor a su viabilidad, a un diagnóstico médico o al costo económico constituye una forma encubierta de discriminación.

Mantener el embarazo mediante soporte vital no representa una artificialización del proceso biológico, sino una expresión concreta del deber del cuidado. Es una respuesta ética frente a la vulnerabilidad absoluta del nasciturus, que reafirma el vínculo madre-hijo y prioriza la vida sobre criterios de conveniencia.

Junto al deber personal, se activa también la solidaridad social. Chance pertenece a una comunidad que debe acogerlo y protegerlo. Aquí se articula el principio de subsidiariedad, que llama a intervenir cuando los más cercanos no pueden actuar por sí mismos, sin anular su responsabilidad. Esta lógica se extiende a profesionales de la salud, legisladores y al sistema de salud pública.

Sostener esta vida fortalece el bien común. Defender al más débil, incluso cuando requiere esfuerzos extraordinarios, promueve una sociedad donde la dignidad no se concede ni se negocia, sino que se reconoce. Chance, aún no nacido, representa a todos los que no pueden hablar, pero cuya humanidad exige ser protegida.

 

La autonomía, los deberes familiares y el papel del Estado

La autonomía es un principio central en bioética, aunque a menudo se interpreta de forma reduccionista como afirmación absoluta de la voluntad individual. La autonomía se entiende como una responsabilidad moral situada, que debe orientarse hacia el bien, la verdad y la relación con los demás.

En el caso de Adriana Smith, la ausencia de una directiva o voluntad anticipada impide conocer su deseo. Por tanto, la decisión sobre el soporte somático debe asumirse como un discernimiento prudente entre la familia y el equipo médico, conforme al principio de subsidiariedad. Cuando la familia se ve rebasada, el sistema de salud y el Estado deben intervenir no para imponer, sino para acompañar con solidaridad y ofrecer recursos reales que hagan posible una decisión humana y ética.

El Estado no puede limitarse a aplicar la ley sin contemplar el contexto. Debe proteger al nasciturus y también sostener a la familia. La defensa de la vida debe ser sensible a las condiciones sociales, y no operar de forma fría o coercitiva.

Desde el principio del bien común, se exige una sociedad que promueva tanto la dignidad individual como la solidaridad colectiva. La protección del nasciturus debe integrarse en políticas públicas que respalden la maternidad vulnerable y el cuidado perinatal. Respetar la autonomía en este contexto no implica omitir el deber de cuidar, sino comprender que toda decisión ética debe valorar los bienes en juego de forma prudente y comunitaria.

 

Justicia estructural y disparidades en la atención sanitaria

El caso de Adriana Smith evidencia una injusticia estructural: la desigualdad racial en el acceso y la calidad de la atención médica en Estados Unidos. Adriana, mujer afroamericana y embarazada, acudió al hospital con un síntoma grave y fue enviada a casa sin una tomografía. Horas después, sufrió una trombosis que derivó en muerte cerebral. Esta omisión no puede considerarse un error aislado, sino parte de un patrón que afecta desproporcionadamente a mujeres negras en entornos clínicos.

Desde la bioética, el principio de justicia exige más que igualdad formal: requiere una justicia sustantiva, capaz de identificar y corregir condiciones estructurales de desventaja. Las cifras lo confirman: las mujeres negras presentan tasas de mortalidad materna tres veces mayores que las mujeres blancas, incluso en condiciones socioeconómicas similares.

La falta de diagnóstico oportuno en este caso refleja una cadena de negligencias marcada por racismo estructural, desconfianza clínica y deshumanización. La escucha clínica atenta es una exigencia ética fundamental. Una ética que no escucha, fracasa.

Frente a esta situación, la bioética exige pasar de la denuncia a la acción institucional: revisión de protocolos, capacitación intercultural, mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Proteger a pacientes como Adriana no es solo una obligación médica, sino un imperativo moral, jurídico y político. Una sociedad que permite que la raza determine el nivel de cuidado está fallando en su deber más elemental: reconocer la igual dignidad de toda persona humana.

 

Conclusiones

La dignidad humana no depende de la conciencia, la autonomía o la funcionalidad; se funda en la pertenencia a la especie humana. El cuerpo de Adriana, aun en estado de muerte cerebral, se convirtió en un espacio de acogida para su hijo, y Chance, aún no nacido, representa a todos aquellos cuya voz es silenciada por el pragmatismo clínico o el cálculo social. Defenderlos es reafirmar que la vida humana nunca es un medio, sino siempre un fin en sí misma.

Una bioética verdaderamente humanista no puede conformarse con proclamar principios generales; debe confrontar con valentía las desigualdades estructurales que condicionan el acceso a la salud y la calidad de la atención. El caso de Adriana Smith revela que la justicia médica está lejos de ser ciega al color de la piel, y que no hay ética posible si no hay primero equidad, escucha y compromiso con la transformación institucional.

La defensa de la vida no puede reducirse a un mandato legal abstracto ni a una imposición moral sin acompañamiento. Requiere una alianza entre la familia, el Estado y la comunidad médica, fundada en la subsidiariedad y la solidaridad. Frente a una cultura que abandona a los vulnerables o los etiqueta como carga, este caso nos recuerda que la ética comienza cuando se cuida al que ya no puede cuidar de sí, y se apuesta por la vida incluso cuando duele sostenerla.

 


Juan Manuel Palomares Cantero es abogado, maestro y doctor en Bioética por la Universidad Anáhuac, México. Fue director de Capital Humano, director y coordinador general en la Facultad de Bioética. Actualmente se desempeña como investigador en la Dirección Académica de Formación Integral de la misma Universidad. Es miembro de la Academia Nacional Mexicana de Bioética y de la Federación Latinoamericana y del Caribe de Instituciones de Bioética. Este artículo fue asistido en su redacción por el uso de ChatGPT, una herramienta de inteligencia artificial desarrollada por OpenAI. 


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Más información:
Centro Anáhuac de Desarrollo Estratégico en Bioética (CADEBI)
Dr. Alejandro Sánchez Guerrero
alejandro.sanchezg@anahuac.mx