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Políticas que curan… o que enferman, ética y derecho en la salud pública

Políticas que curan… o que enferman

15 de mayo de 2025
Autor: Juan Manuel Palomares Cantero
English version

 

Introducción

¿Cuánto vale una vida en la agenda pública? Cuando un gobierno decide a quién dar medicamentos y a quién no, cuándo abrir una clínica y cuándo dejar que una comunidad espere, no está tomando una decisión técnica: está haciendo política pública. Y está definiendo, aunque no lo diga en voz alta, qué vidas importan más y cuáles pueden esperar. En tiempos donde la salud se ha vuelto campo de batalla ideológica, presupuestal y electoral, la pregunta incómoda es inevitable: ¿cuánto vale una vida para el Estado?

La salud pública debería ser el rostro visible de la justicia. Pero con frecuencia se convierte en reflejo de la desigualdad estructural. Desde la bioética y el derecho, analizar las políticas de salud no significa discutir tecnicismos administrativos, sino desentrañar los principios —o su ausencia— que orientan las decisiones colectivas en uno de los ámbitos más sensibles de la acción gubernamental.

No basta con describir modelos; se requiere analizarlos a la luz de la dignidad humana, de los marcos normativos y de los principios que deberían guiar toda política que toque la vida y la muerte.

 

Diseños cambiantes, principios ausentes: el caso mexicano

En México, el péndulo de las reformas en salud ha oscilado de modelo en modelo sin lograr consolidar una política de Estado. En apenas dos décadas, tres esquemas distintos para atender a la población sin seguridad social han sido puestos en marcha y desmontados, sin continuidad institucional ni una evaluación ética profunda que permita aprender de los aciertos o errores previos.

El Seguro Popular (2003–2018) representó un intento relevante por ampliar la cobertura de servicios de salud a los sectores más vulnerables mediante un esquema de aseguramiento parcial, con un catálogo explícito de intervenciones y un modelo de financiamiento tripartita entre federación, estados y familias1. Su diseño permitió incorporar a millones de personas sin seguridad social formal, en particular a trabajadores del sector informal, y logró reducir los gastos de bolsillo, lo que puede interpretarse como una medida de justicia correctiva frente a desigualdades históricas en el acceso a servicios esenciales. No obstante, su lógica tecnocrática —centrada en la eficiencia operativa, el control presupuestal y la atención a enfermedades de alto impacto financiero— derivó en una atención segmentada, marcada por desigualdades territoriales y exclusiones sistemáticas de padecimientos no contemplados en el catálogo. Desde una perspectiva bioética, esto reveló una tensión profunda entre sostenibilidad financiera y equidad estructural: cuando el criterio de costo-beneficio se impone al principio de dignidad, el sistema corre el riesgo de tratar a las personas como expedientes contables y no como sujetos de derecho.

En 2019, sin una evaluación rigurosa del modelo anterior y en un contexto de persistente desigualdad territorial, se instauró el INSABI con la promesa de ofrecer salud gratuita y universal, sin necesidad de afiliación2. La narrativa institucional cambió, pero no la infraestructura operativa; tampoco se garantizó un incremento proporcional del gasto público ni se implementó una reforma fiscal que sustentara el nuevo esquema. La ausencia de reglas claras de operación, mecanismos efectivos de rendición de cuentas y una implementación precipitada provocaron que el sistema se desdibujara, generando incertidumbre entre usuarios y profesionales de la salud, así como pérdida de continuidad en tratamientos médicos. Desde una perspectiva bioética, el INSABI representó un caso de no maleficencia fallida: la intención de garantizar el derecho a la salud terminó debilitando las capacidades institucionales y exponiendo a los más desfavorecidos a nuevas formas de desprotección. Aunque la recentralización buscaba corregir los problemas de fragmentación y corrupción del modelo anterior, la falta de planeación, financiamiento adecuado y monitoreo riguroso convirtió una aspiración legítima en una ejecución errática que dejó a millones en mayor vulnerabilidad sanitaria.

Hoy, con la creación del IMSS-BIENESTAR, el Estado mexicano ha vuelto a recentralizar la atención a la población sin seguridad social, integrándola dentro de un sistema históricamente fragmentado y ya sobrecargado3. Este nuevo modelo está respaldado por reformas constitucionales y legales que buscan garantizar atención médica gratuita, integral y continua a través de un enfoque centrado en la atención primaria y en la gestión proactiva de poblaciones. A pesar de sus fundamentos inspirados en la justicia social y su intención de abordar los determinantes sociales de la salud, el proyecto enfrenta serios desafíos técnicos, financieros y operativos que obstaculizan su efectiva implementación. El riesgo es claro: que el debate se quede atrapado en disputas burocráticas sobre qué institución asume el control, mientras la persona enferma —que requiere atención digna, oportuna y eficaz— queda fuera del foco de las decisiones. Desde una perspectiva bioética, la pregunta crucial persiste: ¿se está priorizando el bien común o el control político del sistema?

Desde el punto de vista jurídico, tanto el artículo 4.º constitucional como la Ley General de Salud consagran el derecho a la protección de la salud. Sin embargo, los cambios de modelo en cada sexenio, sin transiciones ordenadas ni consolidación de capacidades institucionales, representan una forma de vulneración indirecta a este derecho fundamental. La estabilidad y coherencia de las políticas públicas es condición indispensable para garantizar la progresividad y no regresividad de los derechos sociales. La falta de continuidad, la persistente desigualdad en la asignación de recursos y la ejecución desigual entre entidades federativas no solo debilitan la legitimidad de los modelos, sino que también comprometen su viabilidad ética y legal.

 

Lecciones latinoamericanas: vacunas, pandemia y salud materna

La experiencia mexicana no es aislada. En América Latina, la pandemia de COVID-19 funcionó como un espejo que reflejó tanto las fortalezas como las debilidades éticas de los sistemas de salud pública. Hubo respuestas destacadas, como la de Uruguay, que logró altas tasas de vacunación mediante una sólida coordinación institucional. Pero también brotaron escándalos que expusieron la fragilidad moral de las políticas en crisis. El caso del “vacunagate” en Perú4, donde funcionarios recibieron dosis de manera irregular en un contexto de colusión y opacidad, mostró cómo la falta de integridad convierte la política pública en una forma sofisticada de exclusión. Desde la bioética, este episodio plantea preguntas urgentes: ¿se respetó la justicia distributiva? ¿Hubo transparencia real o se impuso el cálculo político?

El contraste entre modelos autoritarios -como el de El Salvador, que usó el discurso sanitario para justificar medidas draconianas- y enfoques más dialogantes como el de Costa Rica -centrado en salud comunitaria y participación social- reaviva un dilema ético esencial: ¿es posible proteger la salud pública sin vulnerar derechos fundamentales?

Otra lección crítica es la situación de la salud materna, particularmente en países como Guatemala y Honduras, donde la mortalidad materna afecta desproporcionadamente a mujeres indígenas, rurales y adolescentes5. El embarazo precoz en contextos de pobreza y desinformación multiplica el riesgo de complicaciones graves y revela fallas estructurales: falta de acceso a servicios obstétricos, violencia obstétrica normalizada y servicios precarios. Aquí no solo se vulnera el derecho a la salud, sino también la dignidad humana. Desde una ética del cuidado y la justicia, esta omisión representa una doble falta: se falla al principio de justicia, pero también al de no maleficencia, al dejar sin protección efectiva a quienes más la necesitan.

Finalmente, aunque organismos internacionales como la OMS y la OPS promueven principios loables -cobertura universal, equidad, atención primaria- su implementación no está libre de tensiones6. En muchas ocasiones, sus lineamientos derivan en fórmulas homogéneas que ignoran las realidades locales y refuerzan lógicas tecnocráticas que perpetúan la desigualdad. Una aplicación ética de sus propuestas exige subsidiariedad genuina: fortalecer las capacidades comunitarias y permitir que las soluciones surjan desde el territorio, no desde despachos internacionales. La equidad, en salud, no se decreta: se construye desde las periferias, con participación, justicia y dignidad.

 

Hacia una salud pública con dignidad, propuestas desde la bioética y el derecho

La evaluación bioética de las políticas públicas en salud no se limita a denunciar fallas. También propone. Hay al menos tres condiciones mínimas que toda política pública debería cumplir para ser ética y jurídicamente legítima:

Participación democrática real. Las decisiones sanitarias deben involucrar a los actores afectados: pacientes, profesionales, comunidades. No se trata solo de consultas simbólicas, sino de procesos deliberativos genuinos que incluyan a los más vulnerables. Una bioética comprometida exige romper con la verticalidad tecnocrática y abrir espacios de diálogo ético-político.

Sustento legal claro. Toda política debe anclarse en normas coherentes con la Constitución y los tratados internacionales de derechos humanos. No basta con anunciar derechos; hay que garantizarlos con mecanismos, presupuestos y evaluaciones. El derecho debe ser más que un marco de referencia: debe ser herramienta de exigibilidad.

Orientación al bien común. La lógica que guíe las decisiones no debe ser la rentabilidad política o el cálculo electoral, sino el bienestar colectivo. Esto implica priorizar recursos para quienes más los necesitan, asumir compromisos de largo plazo y resistir la tentación del corto plazo. Una política de salud debe cuidar a la persona, pero también fortalecer el tejido social.

Estas condiciones son, al mismo tiempo, principios bioéticos (respeto a la dignidad de la persona humana, defensa de la vida física, justicia, subsidiariedad, solidaridad y bien común) y exigencias legales. Cuando se ignoran, las políticas públicas corren el riesgo de convertirse en promesas vacías o, peor aún, en mecanismos de exclusión.

 

Conclusión, del discurso al cuidado real

Hoy todo puede reducirse a propaganda, hace falta volver a lo esencial: la salud pública no es un discurso. Es una forma concreta de cuidado. Y como toda forma de cuidado, exige responsabilidad, estructura, principios y compromiso.

Desde la bioética, hemos aprendido que no hay neutralidad en las decisiones públicas. Toda política expresa una visión del ser humano, de la justicia y del papel del Estado. Desde el derecho, sabemos que esas decisiones deben responder a normas, proteger derechos y rendir cuentas.

Revisar las iniciativas de salud pública nacionales e internacionales, nos deja una enseñanza clara: no basta con cambiar nombres o prometer gratuidad. Lo que transforma los sistemas de salud no es el eslogan, sino la coherencia ética, jurídica y operativa.

Una política pública en salud debe curar, no enfermar. Y para eso, debe mirar a la persona, no al número. A la comunidad, no solo al sistema. Al futuro, no solo al siguiente sexenio.


Juan Manuel Palomares Cantero es abogado, maestro y doctor en Bioética por la Universidad Anáhuac, México. Fue director de Capital Humano, director y coordinador general en la Facultad de Bioética. Actualmente se desempeña como investigador en la Dirección Académica de Formación Integral de la misma Universidad. Es miembro de la Academia Nacional Mexicana de Bioética y de la Federación Latinoamericana y del Caribe de Instituciones de Bioética. Este artículo fue asistido en su redacción por el uso de ChatGPT, una herramienta de inteligencia artificial desarrollada por OpenAI. 


Las opiniones compartidas en este blog son de total responsabilidad de sus respectivos autores y no representan necesariamente una opinión unánime de los seminarios, ni tampoco reflejan una posición oficial por parte del CADEBI. Valoramos y alentamos cualquier comentario, respuesta o crítica constructiva que deseen compartir. 


 

1. Knaul, F. M., Wong, R., & Arreola-Ornelas, H. (2013). Financing health in Latin America: household spending and impoverishment (vol 1). Cambridge, MA, USA: Harvard Global Equity Initiative, Mexican Health Foundation. International Development Research Centre, 1. 

2. Sovilla, B., & Díaz Sánchez, Á. M. (2022). Del Seguro Popular al Insabi:¿ Por qué recentralizar el gasto público en salud en México?. Gestión y política pública, 31(2), 63-94. 

3. Borja-Aburto, V. H. (2024). La atención primaria en el Modelo de Atención a la Salud para el Bienestar en México. salud pública de méxico, 66(5, sept-oct), 670-676. 

4. Bermúdez-Tapia, M. (2021). Políticas públicas, pandemia y corrupción: el caso vacunagate en Perú. Rev Direitos Sociais Polit Publicas, 9(1), 984-1008. 

5. Galbán, H. G. (2022). Embarazo adolescente y mortalidad materna en países de América Latina. Población y Desarrollo-Argonautas y Caminantes, 18, 10-26. 

6. Pérez, G. (2021). Cobertura Universal de Salud (CUS)“Entre los derechos y el mercado: tensiones en la. Documento de Trabajo N 7: Apuntes sobre Desigualdades y Políticas Públicas Distributivas, 44. 

 


Más información:
Centro Anáhuac de Desarrollo Estratégico en Bioética (CADEBI)
Dr. Alejandro Sánchez Guerrero
alejandro.sanchezg@anahuac.mx