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Enero - Junio 2018
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Mucho se ha hablado estos años del gran desafío político y social de nuestros tiempos: la crisis de la democracia liberal. Hija de la ilustración y templada en medio del caos y la destrucción de dos guerras mundiales e incontables revoluciones, la democracia liberal permitió que en el periodo de la posguerra la humanidad alcanzara un nivel de prosperidad y desarrollo nunca antes vistos. Si bien es cierto que esta época dorada se vio ensombrecida por la amenaza de un holocausto nuclear, y la proliferación de la brutal y degenerada ideología soviética, la sociedad logró avances sin precedentes, encaminados a alcanzar sociedades más justas. Sin embargo, justo cuando creíamos haber alcanzado el fin de la historia, el diluvio.

Envueltos en una atmosfera apocalíptica, escuchando y leyendo continuamente noticias sobre masacres en el Medio Oriente, miseria en Venezuela, tiranos en el este de Europa y demagogos en el oeste, políticas de pan y circo tanto en Estados Unidos como en México, resulta un tanto agobiante. Y a pesar de esto, últimamente he sentido resurgir en lo personal un lado romántico o, según mi madre, quijotesco. Extraña ocurrencia dado el tiempo y el país en el que vivo. Este romanticismo me lleva a voltear la vista hacia Europa y Japón, hacia las naciones más estables y prósperas del mundo. Naciones como Holanda, Bélgica, el Reino Unido y las naciones Escandinavas, y observo un común denominador entre ellas: la monarquía constitucional.

La monarquía constitucional es una forma de Estado en la que existe separación de poderes, donde el monarca ostenta el Poder Ejecutivo nombrando al gobierno, mientras que el Poder Legislativo, lo ejerce una asamblea o parlamento, habitualmente electo por los ciudadanos. La actuación del monarca está siempre sujeta a los dictámenes de una constitución escrita o no escrita.1 Surgida de las ideas de la ilustración, entre sus principales antecedentes se encuentran la Revolución Gloriosa de 1688 y la subsecuente declaración de derechos (Bill of Rights), la revolución francesa y la novedosa constitución de 1791 en Polonia.

Las conquistas de Napoleón, Emperador de los Franceses, propagaron las ideas constitucionalistas por el resto de la Europa Continental. El siglo XIX vio el ocaso de las monarquías absolutas, y el horror de la Gran Guerra barrió con los últimos vestigios del antiguo régimen. En la segunda mitad del siglo XX, la hegemonía soviética remplazó las monarquías de Europa Oriental con brutales dictaduras estalinistas que, tras el colapso de la Unión Soviética, degeneraron en democracias nominales, cuyos ejemplos más nefastos hoy en día son Hungría, Polonia y Rusia.

Contrapuesto al sombrío paisaje oriental, en el lado occidental de la antigua cortina de Hierro encontramos un panorama completamente distinto. Democracia, división de poderes, respeto por los derechos humanos, desarrollo económico, libertad de expresión, libertades civiles y muchos otros beneficios de la modernidad. Si bien es cierto que no todas estas naciones son monarquías (aunque algunos describan a la V República Francesa como una monarquía republicana), no se debe menospreciar el rol que la institución monárquica ha jugado en muchos de ellos.

Un reciente estudio de la Universidad de Pennsylvania sobre el desempeño económico y su relación con la protección de la propiedad intelectual tanto en monarquías como en republicas, a cargo del Profesor Mauro Guillen (2018), encontró evidencia “robusta y cuantitativamente significante” de que relativo a los regímenes republicanos, las monarquías protegen en mayor medida la propiedad

intelectual al reducir los conflictos y la inestabilidad interna, y los efectos negativos de los constantes cambios de gobierno y de la discrecionalidad del poder ejecutivo. Este mayor nivel de protección proporciona un mayor estándar de vida2. Esta es una de las ventajas más significativas de la monarquía constitucional. El jefe de Estado, separado del jefe de gobierno e independiente de cualquier interés particular y lazo partidista, se sitúa por encima de la política. Esto le permite al monarca fungir como representante de toda la nación, de todos los ciudadanos, sin importar su filiación política3. Esto es de vital importancia en las sociedades actuales, encaminadas, según el politólogo ingles Colin Crouch, a convertirse en post-democracias, sumamente polarizadas y donde la brecha entre gobernantes y gobernados es cada vez mayor. Un ejemplo claro seria el Estados Unidos actual, donde todas las instituciones, desde los fiscales estatales hasta la Suprema Corte, están cada vez más politizadas y donde inclusive las agencias reguladoras han sido capturadas por aquellos a quienes se supone tienen que regular. Ante estos desvanes, el máximo representante de todos los estadounidenses, Donald Trump, es incapaz de ver más allá de las diferencias partidistas y gobernar en nombre de todos, sean conservadores o liberales, republicanos o demócratas.

Esto nos lleva a otra ventaja fundamental: El monarca como salvaguarda de la libertad y baluarte ante la tiranía3, sea ésta producto del mayoritarismo y de políticos demagógicos, cada vez más presentes en la actualidad, o de las ambiciones de los militares, como sucedió en España en 1981. Otra función importante del monarca es como símbolo de la unidad y continuidad de la nación, así como de sus valores. Dos ejemplos notables en este caso son el Reino Unido y Japón. La constitución japonesa establece que el emperador es “el símbolo del estado y la unidad nacional” y además la principal figura en la religión sintoísta. También el monarca del Reino Unido representa la unidad de las cuatro naciones constituyentes así como de la Mancomunidad de Naciones y su herencia cultural y religiosa compartida.

Concluyo finalmente con un último beneficio. La necesidad espiritual humana de creer en algo más grande que nosotros, en la necesidad de cierto espectro de jerarquía. Dice C. S. Lewis (1943) que “la igualdad no es una de aquellas cosas (como la sabiduría o la felicidad) que son buenas en sí mismas y por sí mismas, que aquél que no puede entender una obediencia gozosa y leal de parte de unos, ni una aceptación ruborosa y noble de esa obediencia de parte de otros, es un bárbaro prosaico; que cuando a los hombres se les prohíbe venerar a un rey, veneran en cambio a atletas, millonarios, estrellas de cine e incluso prostitutas y gánsteres. Porque la naturaleza espiritual, como la corporal, requiere de sustento. Niégale comida y engullirá veneno”4. Mis dos abuelas eran hijas de españoles y mi abuelo paterno santanderino, y recuerdo con mucho cariño ver con ellos los mensajes de Navidad del Rey y reflexionar: ¿cómo sería si, en lugar del Rey, el mensaje lo diera un político promedio? ¿Tomaría alguien en serio dicho mensaje? Frank Herbert escribió que debemos desconfiar del poder, que este atrae siempre a los indeseables5. Concuerdo en absoluto con él y con el Profesor Tolkien, en desconfiar especialmente de aquellos que buscan el poder. Los antiguos acertaron en la fórmula del nolo episcopari6Sin embargo, si tengo que confiar en alguien, prefiero que sea en un monarca moderno, preparado desde la niñez tanto académica como moralmente, profesando los valores cristianos de justicia, servicio a los demás y respeto a la dignidad humana y con el peso de incontables generaciones recordándole la importancia de su tarea. Esto es de suma importancia en estos tiempos donde de nuevo la dignidad del individuo es constantemente ignorada o pisoteada en pro del colectivo.

Referencias bibliográficas
  1. Bogdanor, Vernon (1996), "The Monarchy and the Constitution", Parliamentary Affairs, 49 (3): 407–422, doi:10.1093/pa/49.3.407 — excerpted from Bogdanor, Vernon (1995), The Monarchy and the Constitution, Oxford University Press
  2. Guillén, Mauro F. Symbolic Unity, Dynastic Continuity, and Countervailing Power: Monarchies, Republics, and the Economy. Social Forces, soy037. 2018.
  3. Otto von Habsburg "Monarchy or Republic?". ("Excerpted from The Conservative Tradition in European Thought, Copyright 1970 by Educational Resources Corporation.")
  4. C.S. Lewis (26 August 1943). "Equality". The Spectator.
  5. Frank Herbert: Dune Genesis
  6. Humphrey Carpenter: The Letters of J. R. R. TolkienLetter 52.