El Dr. Alberto Peralta comparte un artículo en el que habla de uno de los dulces tradicionales más antiguos de México y pieza fundamental en los altares de muertos.
Tal vez lo más notable de la fiesta mexicana del Día de Muertos es que todo gire alrededor de la invitación amorosa que les hacemos para comer con nosotros nuevamente. Los altares son en realidad mesas y, para ellos, son una invitación a unirse a nuestro banquete, aunque sea solo en esencia o memoria. La comida que ponemos en mesas y altares está diseñada para agradar a quienes han partido con dulzura, aromas profundos y la sazón que alguna vez disfrutaron en vida. Así, los panes que les ofrecemos a los muertos tienen el olor esencial de los azahares, el ponche, los aromas del anís mezclado con frutos que trae el otoño, y los licores, el alma esencial de lo que fueron alguna vez. La natural amargura de la pérdida se repara temporalmente con la certeza del retorno de los idos y la dulzura de las ofrendas, que incluyen calaveras de azúcar o chocolate, figuritas de masa dulce de almendra, alegrías de amaranto y, claro, calabaza en tacha.
La calabaza “en tacha” o enmielada es uno de los dulces tradicionales más antiguos de México, pues resulta probable que dulces de calabaza cocida con jarabe de agave u otras mieles se produjeran antes de la invasión europea. En la actualidad, se prepara troceándola y cociéndola en miel de piloncillo (también conocida como panela, panocha o tacha) y especias como la canela o el clavo. Durante el Virreinato, fue un platillo simple que se preparaba sumergiendo las calabazas enteras y agujeradas en los trapiches de las haciendas, donde se cocían e impregnaban de melaza. Los trabajadores recibían el dulce resultante como aguinaldo en la “Pascua de Navidad”. Hoy en día este dulce tradicional forma parte esencial de la mesa de muertos.
En México, el otoño anuncia el fin del ciclo agrícola y la llegada de los días dedicados a honrar a los muertos. La calabaza de Castilla (que a pesar de su nombre es americana) madura justamente en otoño. Se siembra con las lluvias de mayo o junio y alcanza su madurez y mayor crecimiento hacia finales de septiembre, cuando los campos comienzan a secarse, se tiñen de amarillo y “huelen a muertos”. Por eso, su cosecha coincide con la época en que las comunidades mesoamericanas celebraban la abundancia y el cierre del ciclo agrícola. Convertida en dulce, la calabaza en tacha conserva esa memoria agrícola y espiritual, por lo que no es solo un postre de temporada, sino un símbolo de continuidad: el fruto que cierra el ciclo de la cosecha y el gusto de compartir con nuestros ancestros y seres queridos los dones de la tierra.
Más información:
Dr. Alberto Peralta de Legarreta
alberto.peralta@anahuac.mx
Facultad de Turismo y Gastronomía


