Día de Muertos: Flores para quienes ya se han ido
El Dr. Alberto Peralta hace un recorrido histórico que nos lleva al origen de la belleza de las flores como un símbolo que ilustra la manera en la que abrazamos la inevitable ausencia.
Hace unos 70,000 años, un grupo de neandertales sepultó a dos de los suyos en una cueva en Irak. Habían dejado atrás la práctica de abandonar los cuerpos de los fallecidos y, haciendo gala sincrónica de razón y emoción, se negaron a exponer a los sujetos amados a una indigna descomposición en la intemperie o a ser devorados por las fieras. Después de cavar, depositaron los cuerpos colocándolos en posición fetal sobre una cama de flores silvestres y los cubrieron con tierra.
Desde entonces, las flores han acompañado a los seres humanos en sus momentos de duelo. Nuestro pensamiento simbólico ha tomado de ellas la belleza, la fragilidad y la fugacidad de su vida como metáfora que nos recuerda que todo lo vivo florece, se marchita y muere. El ser humano aprendió a honrar lo efímero de la vida con un gesto de amor que trasciende la ausencia física.
En México, adornar a la muerte tiene raíces profundas. Sin embargo, para las culturas nativas las flores no eran solo ornamentos, sino que representaban un vínculo con lo divino. En los cantares mexicas, por ejemplo, se les consideraba no solo como “lo único verdadero sobre la tierra”, sino como una manifestación del lenguaje de los dioses y una manera de comunicar el mundo terrenal y el espiritual. El cempasúchil, con su color amarillo naranja y su aroma intenso, servía de guía para los muertos en su regreso a casa durante las celebraciones que hoy conocemos como Día de Muertos, miccailhuitl. La forma y el color de estas flores, presentes hoy en los altares que ponemos a principios de noviembre recuerdan al sol del alba y del crepúsculo, que simbolizaban el nacimiento y la muerte diarias de nuestro astro.
El cristianismo europeo también aportó significados. La práctica de llevar flores a los cementerios, que al parecer se consolidó durante el siglo XIX, es hasta nuestros días un signo de esperanza en la resurrección y un bello homenaje a la memoria de los difuntos. En la iconografía católica, flores como la rosa mística y el lirio son símbolo de pureza, ternura y vida eterna. El acto de colocar un ramo sobre una tumba o en una ofrenda está lejos de ser una acción decorativa y expresa la certeza de que el amor permanece, aunque la vida física se extinga, pues además del simbolismo, hubo razones prácticas que contribuyeron a arraigar la costumbre de honrar a los muertos con flores. En tiempos pasados, cuando los cementerios carecían de condiciones sanitarias adecuadas, las flores ayudaban a mitigar los olores propios de la descomposición. Con el tiempo, esa función se transformó en la convención social de adornar con flores el lugar de descanso, que además se entendió como una señal de cuidado, respeto y dignidad hacia los que ya no estaban en este mundo.
Hoy en día, cuando llevamos flores a una tumba o las colocamos en un altar o mesa de muertos, lo que logramos es que esas capas de significado dialoguen entre sí. Las flores son una ofrenda que habla en nuestro nombre con un lenguaje silencioso, aromático y bello que expresa lo que las palabras no alcanzan a decir y de lo que hablan es del cariño que perdura, la importancia de recordar y la esperanza del futuro reencuentro. En el duelo, las flores cumplen un papel sanador, pues su color rompe la monotonía del dolor, conforta la crudeza de la pérdida, y su delicadeza nos recuerda que la vida, aunque breve, puede ser intensamente alegre y hermosa.
Para decirlo de otra manera, en los altares de muertos que hoy tienen al mundo llenos de admiración y curiosidad, la belleza de las flores es un símbolo que ilustra cómo abrazamos la inevitable ausencia. Al llevarlas a los muertos construimos un puente entre el pasado y el presente, entre lo que fue y lo que vivirá por siempre en la memoria y el corazón. En la fragilidad de cada pétalo se encierra un acto simbólico de amor, y en cada ofrenda floral se reafirma la necesidad humana de permanecer junto a quienes ya partieron.
Más información:
Dr. Alberto Peralta de Legarreta
alberto.peralta@anahuac.mx
Facultad de Turismo y Gastronomía

