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La ONU y la cultura de paz: una historia de esperanza colectiva



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Presentamos un texto que aborda la importancia de la ONU y los alcances de sus acciones para cumplir con su misión de preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra.

“Debemos buscar la paz por encima de todo, porque es una condición indispensable para que todos los miembros de la familia humana puedan vivir una vida digna y segura”.
Kofi Annan, secretario general de la Organización de las Naciones Unidas 
(1997-2006.)

Aquel aciago 1945 en que el mundo apenas comenzaba a sacudirse el azoro y la incredulidad tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial y el horror de Hiroshima y Nagasaki, como un auténtico halo de esperanza, nació la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con un propósito central: “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”. Su creación marcó un parteaguas en la historia internacional al establecer un espacio común donde los países pudieran dialogar, cooperar y resolver sus diferencias de manera pacífica.

La importancia de la ONU radica no solo en su estructura institucional, que reúne a casi todos los Estados del planeta y que se ha ido consolidando a lo largo de los años mediante un amplio consenso, sino fundamentalmente en su papel como promotora de una cultura de paz. Esta noción implica mucho más que la ausencia de conflicto, pues supone la construcción de relaciones basadas en el respeto, la justicia social, los derechos humanos y la cooperación internacional.

A lo largo de su historia la ONU ha intervenido en múltiples escenarios de tensión mundial que van desde la creación de misiones de paz para detener guerras civiles, lo mismo en África que en los Balcanes, hasta la mediación diplomática en los diversos conflictos del Medio Oriente, o al desempeño de su papel como un árbitro ciertamente imperfecto pero necesario para tratar de garantizar la equidad, la imparcialidad y la tutela de los derechos fundamentales de las personas. Muchas veces sus esfuerzos han enfrentado límites derivados de la política de poder y de los intereses de las grandes potencias, y aún en esas circunstancias, ha representado una plataforma de diálogo donde la palabra sustituye a la violencia.

Un hito significativo en su historia ocurrió en 1948, con la adopción de la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”, documento que sentó las bases éticas y jurídicas de la convivencia internacional. A través de él, la ONU reforzó la idea de que la paz no puede construirse sin dignidad, igualdad y libertad para todas las personas. En el mismo orden de ideas, décadas más tarde, en 1999, la Asamblea General proclamó la “Declaración y Programa de Acción sobre una Cultura de Paz”, refrendando así el compromiso de los estados miembros para promover de manera fundamental la educación y el entendimiento mutuo como pilares para la implementación de soluciones a los conflictos de la humanidad.

Existen múltiples ejemplos concretos que ilustran los alcances de las acciones que realiza la ONU en aras de cumplir cabalmente con su misión; por citar solo algunos, baste señalar que los cascos azules como fuerzas de mantenimiento de paz han estado presentes en contextos donde la violencia amenazaba con aniquilar sociedades enteras, de tal suerte que sus operaciones en lugares como Camboya, Sierra Leona o Timor Oriental dan cuenta de que la presencia internacional puede contribuir a detener el uso desmedido de la violencia y brindar condiciones mínimas de seguridad. Asimismo, las agencias especializadas como la UNICEF, la UNESCO o la Organización Mundial de la Salud (OMS), complementan esta labor mediante la atención especializada a la infancia, la educación para el entendimiento intercultural y la promoción de la salud global.

Sin embargo, hablar de la ONU también implica reconocer sus límites y fracasos. Situaciones como el genocidio en Ruanda en 1994, la guerra en Siria o los conflictos en Gaza nos recuerdan que, a pesar de sus mecanismos, la organización depende en gran medida de la voluntad política de los estados miembros. Aunque estas sombras no eliminan su relevancia, nos invitan a reflexionar sobre cómo podríamos fortalecerla y exigir mayor coherencia entre el discurso axiomático y la acción concreta.

La ONU no es una entidad ajena a la humanidad, sino el reflejo de lo que los países deciden hacer en conjunto, y su existencia representa la aspiración colectiva de que las diferencias no se resuelvan con bombas ni con violencia, sino con diálogo, negociación y acuerdos compartidos. En tiempos de tensiones globales, con discursos de odio y amenazas nucleares, su papel se vuelve más crucial que nunca antes.

En resumen, la historia de la ONU es esencialmente una historia de esperanza que nos recuerda que, aunque los conflictos son inevitables, también lo es la posibilidad de construir caminos hacia la paz. Apostar por la cultura de paz significa educar para la tolerancia, promover la justicia social y garantizar que la dignidad humana esté en el centro de las decisiones internacionales.

Así como los hibakusha de Hiroshima y Nagasaki convirtieron su sufrimiento en testimonio para que el mundo no olvidara, la ONU se erige como símbolo de memoria y advertencia. Su reto permanente es recordarnos que la paz no es un estado pasivo, sino un esfuerzo constante que exige responsabilidad colectiva.

Hoy, a 80 años de su fundación, la ONU sigue siendo el foro donde la humanidad intenta responder a una pregunta fundamental: 

¿Queremos un futuro dominado por el miedo y la guerra, o uno cimentado en la cooperación y la paz? 

Para responderla en el contexto actual, tan lleno de desafíos y paradojas, con todas sus limitaciones y dificultades, debemos seguir confiando en esta organización y hacer de ella auténticamente un espacio de posibilidad de diálogo y de esperanza compartida.

*Colaboración del Mtro. J. L. Tadeo Rivas Martínez, secretario general de la Universidad Anáhuac México.


Más información:
Mtra. Carolina Ibarra García
carolina.ibarra@anahuac.mx
Formación y Cultura de Paz