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El suicidio: la otra pandemia

El suicidio: la otra pandemia

La Dra. María Elizabeth de los Rios comparte su visión sobre el suicidio y la responsabilidad social de prestar atención a este problema que se ha agudizado con la pandemia.

La Dra. María Elizabeth de los Ríos Uriarte, profesora e investigadora de la Facultad de Bioética de nuestra Universidad Anáhuac México, aborda el tema de suicido a través de un interesante artículo vinculado a la pandemia por COVID-19 que comparte con la Comunidad Universitaria.

 

La otra pandemia: el grito de auxilio silencioso

Conforme avanzan los meses, aquello que los expertos en salud mental vaticinaban como efecto a largo plazo de la pandemia por coronavirus y el tiempo de confinamiento se está dejando ver cada vez de forma más alarmante. Me refiero a los altos índices de problemas mentales que acarrean, a su vez, consecuencias fatídicas como el suicidio. Esta, ahora, es la nueva pandemia que debemos afrontar y atender lo más rápido posible.

La depresión no es un problema superficial, no basta dar consejos ni consolar a una persona que se sumerge, cada día que pasa, en un mar profundo de angustia y soledad del que le es imposible salir por ella misma, de ahí que es importante generar conciencia social para detectar y prevenir que estos casos desemboquen en la fatídica decisión de terminar con la vida.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año ocurren cerca de un millón de suicidios, lo que representa a nivel mundial un 50% de las muertes violentas en hombres y un 71% en mujeres, siendo la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años de edad.

En México, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía e Informática (Inegi) hasta 2017 (Último estudio realizado en 2017), la tasa de suicidio es de 5.2 por cada 100 mil habitantes, la quinta causa de muerte en menores de 15 años y en los últimos 37 años ha aumentado en un 976%. Cifras realmente alarmantes.

Los factores de riesgo son muy variados, pero entre ellos destaca el haber sido víctima de abuso y/o acoso sexual, de violencia física o psicológica, la estigmatización de las personas con ideas suicidas o con problemas de salud mental que acuden a servicios médicos a buscar ayuda y la socialización, difusión y sensacionalismo de suicidios de famosos en medios de comunicación o en redes sociales que tienen un efecto de contagio muy grande. Estos factores encuentran su máxima influencia en personas cuya vulnerabilidad se ve exponenciada por la falta de relaciones sólidas, de un sistema de creencias y valores personales o carencia de estrategias de afrontamiento positivas.

El suicidio no es un acto irracional o instantáneo, generalmente conlleva un plan previo donde la persona valoró las opciones frente a su desesperación, por lo que las llamadas de auxilio o los signos de ideación suicida o bien de intento suicida deben ser prontamente atendidos y no minusvalorados, pues en ellos se encuentra la posibilidad de actuar con eficacia en la prevención del suicidio. Los estigmas sociales o prejuicios solo aumentan las posibilidades de cometer el acto, por lo que, más allá de juzgar, de lo que se trata es de acoger.

Como sociedad, tenemos la obligación de velar por los otros, de cuidar al otro y de acompañarlo. Cuidar de la salud también es atender aquellos problemas que aparentemente no son visibles, pero que nos van haciendo menos. No hay lugar para la indiferencia o para la ignorancia. El suicido no es un acto individual con consecuencias igualmente individuales, sino que repercute en los demás y, por ende, es un acto social que debe llevar a preguntarnos como sociedad ¿qué hicimos o no hicimos para que una persona se suicidara?

Estamos ante un problema de dimensiones mundiales, y si partimos de que todos estamos expuestos a padecer depresión y a que esta se convierta, poco a poco, en una ideación suicida que termine en un suicidio, entonces debemos comprometernos a velar por aquellos que, sabemos, se encuentran en situación de mayor vulnerabilidad.

En esta pandemia los estragos sociales, económicos y sanitarios han aparecido estrepitosamente: las pérdidas de millones de empleos, la modificación drástica de estilos de vida que nos obliga al confinamiento, la reducción del contacto interpersonal, la ansiedad que nos provocan los medios de comunicación que propagan con facilidad el miedo y la desesperanza, la crisis económica que es más profunda de lo que imaginamos, etcétera. Un sin fin de escenarios desoladores pueden exponernos más a un deseo incontenible de ponerle fin a todo.

Es muy importante entender que la persona con depresión puede, incluso, no manifestarlo. Nuestras formas tradicionales de entender esta enfermedad nos llevan a minimizar su impacto o bien a creer que, para ser tal, se tienen que expresar signos claros de tristeza, aislamiento, desgana, llanto, etcétera. La persona con depresión no siempre manifestará estos signos y, menos aún, tendrá control sobre ellos cuando empiecen a surgir. Es como una avalancha en la que de pronto la persona se ve expuesta sin posibilidad de desenterrarse. Por esto no podemos seguir pensando que las personas buscarán ayuda cuando lo necesiten.

La salud mental requiere del esfuerzo de todos como sociedad, estar atentos a factores de riesgo y a condiciones que, en esta crisis mundial, expongan más a algunos por encima de otros. Vigilar y monitorear palabras, gestos, conductas y pensamientos de las personas que sabemos están en mayor riesgo es y debe ser tarea de todos. Una vida humana no puede, nunca, ser despreciada y merece todos los esfuerzos por protegerla y sostenerla.

La salud mental y la prevención del suicidio es un acto de corresponsabilidad entre todos y lo es hoy, más que nunca.

 


Más información:
Facultad de Bioética
Dra. María Elizabeth de los Rios Uriarte
elizabeth.delosrios@anahuac.mx